A casi un año de haber cerrado las escuelas por la pandemia de COVID-19, esta semana hubo múltiples intercambios de opiniones sobre la posible reapertura de, sobre todo, las escuelas privadas, pues ha sido uno de los sectores más afectados en esta crisis sanitaria. Los números son claros y alarmantes: según la Asociación Nacional de Escuelas Particulares, están por cerrar definitivamente cerca de 20 mil instituciones educativas de las 48 mil que tienen registrados; la misma asociación también señaló que se podrían perder cerca de 200 mil empleos directos y que de los 5 millones y medio de estudiantes en escuelas particulares, casi la mitad, 2 millones 300 mil alumnos podrían desertar o integrarse a las escuelas públicas.
A estos resultados tenemos que agregarle los que todavía no
son evidentes: la falta de una adecuada preparación académica en todos los
niveles educativos; las posibles afectaciones psicológicas y sociales que
pueden presentar algunos alumnos y profesores; la poca o nula infraestructura en
algunas comunidades lo que rezaga aun más a estos sectores de la población; el
completo abandono del gobierno hacia los particulares, entre otros.
El problema de todo esto es que simplemente no se pueden
abrir las escuelas a corto o mediano plazo. ¿Por qué? Porque nos seguimos
enfrentando a una pandemia que no ha sido domada; porque los estudiantes corren
el riesgo de enfermarse y enfermar a sus parientes cercanos lo que podría
volver a elevar el número de hospitalizaciones y regresar a números
catastróficos; porque muy a pesar de los problemas económicos que están afrontando
las escuelas, el panorama no es nada claro ni alentador con respecto a las
vacunas.
A esta situación hay que agregarle el tema de la capacidad que
tienen las escuelas públicas. Si bien puede ser una opción para miles de padres
no pagar colegiatura en los periodos que dure la pandemia, el Estado
simplemente no tiene la capacidad de recibir a los millones de estudiantes que migrarían
a estas instituciones, lo cual acrecentaría el problema por el sobrecupo o el
rechazo de estudiantes. Por lo tanto, ¿Qué hacemos entonces con esos escolares
que ya no caben en ninguna escuela, sea cual sea el problema? Para unos la
respuesta es simple: abrir. Para otros no tanto, pues como se dijo
anteriormente, existen múltiples factores de riesgo que acrecentarían la ya muy
deplorable situación de la pandemia.
La SEP ha respondido que no habrá reapertura hasta que el
semáforo esté en verde. 100% de acuerdo. La disyuntiva es cuándo sucederá esto,
pues las pocas vacunas que llegan han sido insuficientes tanto para los
doctores como ahora las personas de la tercera edad. A este paso nos tardaremos
varios años en llegar a inmunizar a los niños y adolescentes y, por lo tanto,
la crisis educativa podría alargarse mucho más tiempo. El inconveniente es que
ningún negocio puede sostenerse de esta forma y ante la nula respuesta del
gobierno, podríamos estar hablando de que en los próximos meses miles se
estarían integrando a la lista de desempleados y otros tantos negocios tendrían
que declararse en quiebran.
El escenario es catastrófico por donde se le quiera ver. Se pide
abrir a pesar del riesgo porque el Estado ha abandonado cualquier intento de sobrevivencia.
La medida desesperada es la respuesta ante un embate que no perdona y sigue
diariamente poniendo a prueba la resistencia de los servicios educativos. Esperemos
en próximas semanas una respuesta contundente sobre el asunto, pero, sobre
todo, una solución eficaz que permita seguir operando a las miles de
instituciones que, de cierta forma, ayudan al mismo Estado a que no se saturen
los servicios que tendrían que garantizar.
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